Hoy me desperté con el recuerdo más frágil y preciado de la infancia:
una tarde nublada del mes de abril, cuando mi madre me dijo que nos íbamos a vivir a Monterrey hace 36 años, no le pregunte porque, en el
fondo, tristemente, sabía la razón.
Es cierto que los
recuerdos felices, si acaso los recuerdas vagamente, o tal vez los tergiversas, se olvidan fácilmente, pero los tristes nunca.
Fue una tarde de abril, recuerdo perfectamente
el mes porque en las ramas del almendro --que tantas
tardes me cobijaban con su fronda y otras más trepe--, las hojas ya se estaban pintando de
color rosado y sus frutos ya empezaban a madurar. Bajo su rama más gruesa, mi
padre había colgado un columpio para nosotros, sus hijos, pero para esa etapa
de la vida, yo era el único que lo utilizaba.
Supongo también que debería de haber sido lunes o martes,
porque estaba leyendo un comic que no acabe de leer el domingo cuando era mi día
de comprarlos en el puesto de la entrada de la colonia.
Cuando se fue mi madre, después de darme la noticia, deje el
comic en la caja donde guardaba los otros y me empecé a mecer en el columpio (cosa
que raramente hacía), en esa tarde
nublada del mes de abril, pensé que mi vida iba
a dar un cambio muy radical (tal vez ese fue el primer pensamiento maduro que tuve) y me dio
mucho miedo.
Ya no seguí leyendo mis comic, solo me quede columpiando,
cuando mi mamá me hablo para cenar, trepe al árbol y lo abrace muy fuerte y
llore mucho.
Esa noche no cene,
fui a mi cuarto, busque una almohada y una cobija, baje y le dije a mi mamá que
me iba a dormir en el árbol de almendras, ella no me lo prohibió, ambos teníamos
nuestras razones…